Esta semana pudimos presenciar, admirativos, el milagro del triunfo de la vida sobre la muerte. No sólo los hermanos de Chile ("¡Chi-Chi-Chi, le-le-le!"), sino los televidentes del mundo entero pudimos vivir en vivo y directo las angustias, y después la felicidad intensa al presenciar la salida del infierno, abismo devorador de vidas. ¿Cómo no alegrarse de esta inmensa circunstancia? La humanidad entera le acaba de ganar una a la muerte, la incomunicación, y al individualismo que nos hace gratuitamente enemigos.
Y sin embargo, no perdamos del todo la racionalidad. Dicen que el dramático salvamento le costó diez millones de dólares al país sureño. En el presupuesto nacional, una migaja. De todos modos, más allá del valor incalculable de la vida (¡multiplicada por 33!), la ganancia nacional resulta mucho mayor, y la eventual pérdida habría sido sin proporciones.
Porque, quiérase o no, el desenlace feliz no puede ocultar otras cosas menos felices. La inseguridad e inmensa precariedad de esta dura labor. En Copiapó, ejecutivos y dueños de la mina mantuvieron un magnífico silencio en torno a la tragedia, y sólo avisaron del accidente después de cinco largas horas. Antes de la euforia actual, todos los críticos locales estaban de acuerdo para hacer pública la ausencia de medidas suficientes de protección y fiscalización. Es igual en otras partes del mundo: prevalece el mismo desprecio a la vida, de parte de los dueños privados o estadales. El trabajador es un elemento más de la economía neoliberal, donde triunfa el lucro de los empresarios sobre cualquier otra cosa. ¡Situación denunciada, no sólo por los socialistas, sino también por los diez últimos papas desde el año 1891! Aparentemente en vano. En Chile parece ser, inclusive, que el presidente Sebastián Piñera podrá capitalizar la tragedia felizmente vencida para prolongar el mandato de los sucesores de Pinochet.
Y a propósito, ¿qué pasó con la huelga de hambre de los 32 hermanos, no mineros sino indígenas mapuches, y de los presos de la misma etnia torturados por la Gendarmería? Desaparecieron del escenario público. Realmente, todavía le falta algo al "milagro" temprano celebrado.
Y sin embargo, no perdamos del todo la racionalidad. Dicen que el dramático salvamento le costó diez millones de dólares al país sureño. En el presupuesto nacional, una migaja. De todos modos, más allá del valor incalculable de la vida (¡multiplicada por 33!), la ganancia nacional resulta mucho mayor, y la eventual pérdida habría sido sin proporciones.
Porque, quiérase o no, el desenlace feliz no puede ocultar otras cosas menos felices. La inseguridad e inmensa precariedad de esta dura labor. En Copiapó, ejecutivos y dueños de la mina mantuvieron un magnífico silencio en torno a la tragedia, y sólo avisaron del accidente después de cinco largas horas. Antes de la euforia actual, todos los críticos locales estaban de acuerdo para hacer pública la ausencia de medidas suficientes de protección y fiscalización. Es igual en otras partes del mundo: prevalece el mismo desprecio a la vida, de parte de los dueños privados o estadales. El trabajador es un elemento más de la economía neoliberal, donde triunfa el lucro de los empresarios sobre cualquier otra cosa. ¡Situación denunciada, no sólo por los socialistas, sino también por los diez últimos papas desde el año 1891! Aparentemente en vano. En Chile parece ser, inclusive, que el presidente Sebastián Piñera podrá capitalizar la tragedia felizmente vencida para prolongar el mandato de los sucesores de Pinochet.
Y a propósito, ¿qué pasó con la huelga de hambre de los 32 hermanos, no mineros sino indígenas mapuches, y de los presos de la misma etnia torturados por la Gendarmería? Desaparecieron del escenario público. Realmente, todavía le falta algo al "milagro" temprano celebrado.
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